Hay un hábito que parece inofensivo, pero que termina pesando más de lo que creemos: esperar que los demás sepan lo que queremos sin haberlo dicho. Nos pasa a todos. Pensamos que si alguien nos quiere, debería saber lo que necesitamos, que debería entender sin palabras, que su intuición bastaría. Pero la realidad es otra. Nadie puede adivinar lo que no se expresa.
Vivimos rodeados de personas con su propio caos, sus preocupaciones y sus silencios. Cada uno lleva su mundo a cuestas, y pretender que el nuestro tenga prioridad sin haberlo manifestado es una forma silenciosa de frustrarnos. Esperar sin decir nada es como dejar una puerta abierta creyendo que alguien entrará, sin haberle invitado jamás.
La trampa de esperar sin hablar
Cuando no expresamos lo que sentimos o deseamos, creamos un espacio para el malentendido. Nos decimos que los demás deberían darse cuenta, que “si me conociera de verdad, lo sabría”. Pero ese pensamiento nos lleva directo al desengaño. El otro no puede leer nuestra mente. Y sin embargo, insistimos en creer que sí.
Esperar que los demás adivinen nuestras necesidades nos convierte en prisioneros de la decepción. Poco a poco, acumulamos pequeñas heridas, frases no dichas, gestos mal interpretados. Y cuando el vaso se llena, estalla el enfado, la tristeza o el sentimiento de abandono. Pero en el fondo, el problema no está fuera. El problema está en nosotros, en esa costumbre de esperar más de lo que damos.
Ponerse en el lugar del otro: el principio de toda comprensión
Es fácil decir “no me tienen en cuenta”, “me ignoran”, “nunca se acuerdan de mí”. Pero ¿cuántas veces nos hemos puesto en el lugar del otro?
Cada persona es un universo lleno de pensamientos, miedos, tareas, emociones y responsabilidades. Nadie vive pendiente de todo ni de todos. No porque no quiera, sino porque no puede.
La empatía comienza cuando dejamos de tomarnos las cosas como algo personal. Cuando entendemos que el silencio del otro no siempre es desprecio, sino cansancio. Que su ausencia no siempre es desinterés, sino simplemente vida. Cada uno libra sus propias batallas, y muchas veces el ruido interior no deja espacio para percibir el ruido de los demás.
La visión de las personas sensitivas
Las personas más sensitivas, las que sienten con más intensidad, vemos el mundo de otra manera. Percibimos matices que otros no notan, energías que a veces nos sobrepasan. Por eso, cuando alguien nos olvida o parece no tenernos en cuenta, nos duele más. No porque seamos débiles, sino porque nuestra sensibilidad nos hace vivir cada gesto con más profundidad.
Quien es sensitivo tiende a absorber las emociones ajenas. Nos importa lo que sienten los demás, nos preocupa su bienestar, y a veces llevamos encima una carga que no nos pertenece. Queremos estar pendientes de todos: de que nadie sufra, de que todo esté en equilibrio. Pero ese mismo don se vuelve contra nosotros cuando esperamos que los demás hagan lo mismo.
Ser sensitivo significa tener una conexión más fina con el entorno, pero también implica una responsabilidad: aprender a no confundir la empatía con la exigencia emocional. No podemos esperar que los demás sean como nosotros. Que sientan igual. Que perciban igual. Y, sobre todo, que nos den la atención que nosotros solemos dar.
Y si es una persona sensitiva la que se siente olvidada, debe ser aún más consciente: empatizar con los demás, comprender que cada persona es un universo complejo. Y para formar parte de ese universo, hay que estar presente, poner de nuestra parte y aceptar que la conexión emocional no se construye solo con sentir, sino también con participar.
La importancia de expresarlo
Si queremos algo, tenemos que decirlo. Si necesitamos algo, tenemos que pedirlo.
Callar esperando que el otro lo intuya no es sensibilidad, es miedo. Miedo a ser rechazados, miedo a molestar, miedo a no recibir lo que esperamos. Pero el silencio no protege; solo posterga la decepción.
Decir lo que uno siente es un acto de valentía, no de debilidad. Hablar con claridad evita malentendidos, abre caminos y nos libera del peso de las suposiciones. No se trata de exigir, sino de comunicar desde el respeto: “Esto necesito”, “esto me gustaría”, “esto me duele”. Solo así los demás pueden actuar con conciencia.
La falsa idea de ser ignorado
A veces creemos que nos ignoran, cuando en realidad no hemos estado presentes. Esperamos que cuenten con nosotros sin mostrarnos, que nos inviten sin haber llamado a la puerta, que nos entiendan sin habernos explicado.
No es que los demás no nos valoren; es que no nos hacemos visibles. Y la visibilidad no tiene que ver con figurar, sino con participar, con estar ahí, con mostrarse dispuesto.
Ser parte del universo de alguien implica poner algo de uno mismo. Si no damos señales, si no nos acercamos, si no expresamos, los demás simplemente siguen su camino. No es desprecio, es inercia. Y culparlos por no detenerse a buscarnos es una forma de huir de la propia responsabilidad emocional.
Cuando el mundo interior pesa más
Las personas sensitivas a menudo vivimos más dentro que fuera. Sentimos, analizamos, percibimos… y en ese proceso interno, el tiempo se detiene. Pero el mundo sigue girando. Y cuando levantamos la mirada, nos damos cuenta de que otros han seguido adelante sin nosotros.
Entonces aparece esa punzada: “no me han tenido en cuenta”. Pero ¿hemos estado disponibles? ¿Hemos mostrado interés? ¿Hemos dicho “aquí estoy”?
Ser sensitivo no significa vivir para sentir por los demás. Significa comprender sin perder el equilibrio. Y si queremos formar parte del universo de otro, también tenemos que permitirle formar parte del nuestro. No basta con percibir; hay que actuar. No basta con sentir; hay que comunicar.
La empatía como camino de equilibrio
La verdadera empatía no es cargar con lo ajeno, sino entender sin juzgar y sin exigir.
Cada persona tiene su historia, su ritmo, su forma de expresar el cariño o la ausencia. Y muchas veces interpretamos el silencio como desinterés, cuando en realidad es solo una pausa necesaria.
Las personas más emocionales tendemos a buscar armonía, pero a veces confundimos empatía con control: queremos que los demás estén bien, que no sufran, que todo fluya. Y cuando no lo conseguimos, nos frustramos. Pero no somos los guardianes del equilibrio del mundo.
Empatizar también es aceptar que los demás no actúan como nosotros lo haríamos, y que eso no los hace menos humanos. Cada persona es un universo complejo, y para entrar en él hay que respetar sus leyes, sus tiempos y sus distancias.
Conclusión: el poder de decir y de estar
Esperar algo de los demás sin decirlo es como querer que florezca una semilla que nunca se plantó.
Y eso vale tanto para las relaciones personales como para las emocionales, familiares o laborales. Nadie puede responder a una petición que no se hace. Nadie puede atender una necesidad que no se comunica.
Las personas sensitivas lo vivimos con más intensidad porque percibimos los vacíos, los gestos y las energías que otros no notan. Pero esa misma sensibilidad, si se usa con conciencia, puede ayudarnos a comprender más y a esperar menos.
No esperes que los demás sepan lo que sientes. Dilo.
No esperes que te busquen. Preséntate.
No esperes que te comprendan. Explícalo.
Y si el otro no responde, entonces sí sabrás que hiciste tu parte.
El universo responde a quien actúa, no a quien se esconde.
Y si queremos formar parte del universo de alguien, debemos estar presentes, poner de nuestra parte y recordar que cada persona, como cada estrella, brilla a su manera… pero ninguna puede hacerlo si no tiene luz propia.
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